Bienvenidos al país de la locura, donde la moneda con la que se paga son los sueños, el lugar donde las pesadillas cabalgan libres, instaurando su dictadura.
Hace diecisiete años que llegue a este lugar. El territorio de la ironía y el sarcasmo, valle sombrío, regado por ríos de lágrimas que se deslizan desde altas cumbres donde la tormenta es perpetua, para llegar al océano. Fin último de todas las empresas, destino incierto y solución final.
Camino lentamente por el sendero, rodeado de miedo, con la oscuridad siempre pisándome los talones y miles de dudas que asaltan mi mente a punta de navaja, vaciándola del poco valor que alberga. Serpenteante, el sendero recorre valles, praderas y altas cumbres en las que imprime su huella, recorriendo laderas con su suave deslizar. Recorre el país acercándome a su centro, acercándome lentamente hacia el lugar donde dejar que mis huesos cansados sean arrastrados por la corriente del primer río que decida abrazarme con sus gélidas aguas. Un río que consiga que mis pensamientos vuelvan a fluir, despertándome de mi letargo, un río que me haga disfrutar del viaje hasta el océano.
En mi búsqueda encuentro pocos viajeros, los caminos están prácticamente vacíos, solamente salpicados por algún alma perdida en su deambular. Esos viajeros son los únicos que conservan el calor, esa chispa que puede encender la llama destinada a caldear el país, destinada a quemar las cuerdas que amarran nuestras alas para sí poder volar. Volar sin más ley que la libertad y con la bolsa llena de sueños.
Mientras tanto sigo viajando, trabando conversaciones efímeras que se pierden entre el susurro del viento. Disfrutando de las noches y huyendo de los días que me devuelven a una incierta realidad donde nada es lo que parece.
Sigo caminando, rumbo a la locura.
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