La noche era ya una realidad, la rápida sucesión de tonalidades anaranjadas había abandonado la bóveda celeste sin dejar rastro. Efímero como un suspiro, el atardecer dio paso a la noche.
El joven seguía sentado en el mismo lugar, inamovible. Permanecía absorto en el breve destello que momentáneamente aparecía entre sus dedos. Movía los dedos rápidamente, haciendo bailar a la moneda entre ellos, convirtiéndola en una estrella fugaz que desaparecía entre sus yemas para deslumbrar de nuevo a algún curioso apareciendo en la otra mano. La gente miraba durante unos instantes y desaparecía de nuevo, perdiéndose entre las calles de la vieja ciudad. Ocupados en sus propios asuntos, ajenos a cualquier cosa fuera de su alcance, ajenos a sueños y lejanas aventuras que nunca vivirían.
El joven era consciente de todo lo que ocurría a su alrededor. Veía pasar mujeres cargadas de primavera que desprendían felicidad mientras buscaban con la mirada una desafortunada victima que enredar entre sus encantos. Veía ancianos de ojos cansados que caminaban sin rumbo, esperando a que la campana retumbe y su hora en este mundo llegue a su fin. También vio pasar hombres de hombros anchos pero espaldas arqueadas. Con ojos hundidos cargaban en su cerviz el peso de la responsabilidad y de miles de sueños rotos.
Aquella tarde el joven vio pasar miles de almas, miles de posibilidades de mundos, miles de sueños y una sola mirada que le cautivó. Una joven de ojos tristes. Caminaba acompañada de un niño, un niño inocente que aún soñaba con aventuras y viajes a la Luna. Pero la muchacha no era feliz, caminaba con la mirada apagada, con dos faroles oscuros por ojos, faroles sin luz ni calor que robaban el alma a los incautos que los miraban. Era una mujer sin sueños, pero con el firme propósito de seguir viviendo.
El joven quedó muy impresionado y durante un par de segundos la moneda paró de girar entre sus nudillos.
-¿Por qué sigue caminando? Murmuró para si mismo.
Suspiró y siguió con la diabólica danza de la moneda. Mientras esta desaparecía por un momento en su puño, la mujer desapareció entre el gentío.
La noche avanzó, cerrando filas tras el joven, la luz de las farolas confería a la moneda un brillo anaranjado. Dándole el aspecto de un ocaso eterno, condenado a repetirse en el tiempo segundo tras segundo. El joven seguía absorto en sus pensamientos, absorto en su mundo, un mundo de pesadillas y dudas donde solo conservaba la certeza de su existencia. Lentamente levantó la vista y cerró fuertemente el puño entorno a los desgastados cantos de la moneda. Saludó a la Luna con una inclinación de cabeza y lanzó la moneda al aire.
Revoloteando surcó el cielo nocturno, acariciada por una suave brisa que había comenzado a soplar. Cayó al suelo con un golpe seco, no hubo tintineo. La luna la iluminó, mostrando la sonriente cara de un arlequín enfocando directamente al joven con sus brillantes ojos color plata.
El joven sonrió tristemente y sacando el revólver de su bolsillo disparó, cayó al suelo con una sonrisa más radiante que el arlequín. Cayó con un ruido sordo mientras una inesperada ráfaga de viento barría los ecos del disparo en todas las direcciones.
En ese mismo instante, en una casa no muy alejada la mujer arropaba al niño, cantándole una vieja nana, sonriéndole mientras de su garganta brotaba la suave melodía.
“Duerme que la Luna acuna,
duerme que la muerte asoma.”
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