Esta mañana me he despertado con el aletear de pájaros carroñeros en mi alfeizar, su estridente chirrido ha espantado el poco sueño que atesoro.
He apagado el televisor. El ruido ha cesado y el perturbador silencio ha subido al, momentáneamente vacío, trono de mi angustia.
Su opresivo reinado ha sido tan efímero como la llama que enciende el cigarrro en mis labios. Inhalo el humo directo a mis pulmones, disfrutando la sensación de estar vivo que provoca el estar matándose poco a poco.
Toso y escupo en el lavabo, un mugriento espejo me devuelve la mueca de mi rostro. La sonrisa que me devuelve el espejo es falsa, como la voz que se cuela en mis pensamientos, susurrando ideas kamikazes,susurrando que viva como una cerilla y desaparezca en mitad de una apoteósica llamarada.
El agua fría devuelve la realidad a mi espejo, resbala desde mis ojos cansados, cayendo como lágrimas en el suelo. Se estrella contra las baldosas, difuminando mis pensamientos al repicar contra la vieja cerámica.
Intento no perder el conocimiento y me centro en el creciente palpitar de mi corazón, resuena en mi pecho como tambores de guerra. Sus insistentes latidos hacen que mi pecho se eleve y descienda siguiendo la frenética danza, frágil, como una membrana que amenaza con quebrarse.
Cierro los ojos intentando denegar la entrada del diabólico ritmo en mi cerebro, es ilógico e inútil, pero el miedo nubla el pensamiento racional. El pavor inunda mi mente y hace desaparecer el rastro de mi conciencia.
Ya no existo, contemplo como si se tratase de un sueño el caótico vaivén de mi cuerpo, tembloroso intenta mantenerse erguido, pero es demasiado tarde.
Se desploma.
Me levanto empapado en sudor frío, poco a poco recupero el control y me dirijo a la cocina. Necesito un café.
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