Otra vez de nuevo, en mitad de la noche, justo en aquel momento en el que todo se detiene. Justo ahora cuando la luz desaparece y las tinieblas cubren la ciudad para acudir al funeral de tu último latido. Es el instante mágico en el que la rabia toma forma en tu pecho.
Un puñetazo se estrella contra la pared, rompiendo el silencio, quebrando tus huesos. El dolor mudo te susurra al oído que no has muerto, que el tiempo solo ha aflojado momentáneamente su garra.
Enciendes un cigarro, el humo comienza a recorrer tus venas congeladas, se oye un crujido y el tiempo comienza a deslizarse entre tus dedos. Lo sientes, su frío envuelve tu alma azotando sus jirones como un vendaval. Exhalas una bocanada de humo, la habitación desaparece ante tus ojos, estás solo frente al primer segundo del resto de tu vida, tiemblas. Todo se esfuma de tu mente cuando la marea inunda tu cabeza, pierdes la consciencia de existir y te elevas hacia la nada.
Algo te trae de vuelta a la voluble realidad, son sus ojos, es su sonrisa y la rabia que mantiene tus nervios en tensión. La ves, incapaz de acercarte. Ella camina a tu lado, tiende su mano. Suavemente deslizas otra calada entre tus labios, escupes al aire y llenas tu interior con el paso de la vida. La sensación de impotencia no desaparece, se aferra a tu mente, obligándote a mirar como en apenas unos instantes su mano desaparecerá.
La miras, anhelante, esperando verla desaparecer para así guardar en tus recuerdos la fugaz estela que deja el deseo a su paso. Algo va mal, ella sigue ahí, aguardando a tu temblorosa mano. Despiertas asustado mientras en la comisura de tu boca serpentea un fino hilo de humo, algo va mal.
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