lunes, 26 de diciembre de 2011

Un mendigo sin abrigo




Aquella noche iba a hacer mucho frío, la figura se mantenía acurrucada contra una esquina, temblando violentamente y con la cabeza hundida en las rodillas. Era una noche sin luna, de ese tipo de noches en las que las calles están gobernadas por sombras, hielo y muerte.
La figura se acurrucó aún más, la raída chaqueta y los pantalones llenos de desgarrones no servían en absoluto para luchar contra el invierno. Debajo del pantalón se apreciaba una sucia venda, que debería haber sido cambiada hace meses. Era un soldado, uno de los miles que habían vuelto a una patria victoriosa que una vez acabada la guerra se centro más en saquear que en ocuparse de los huérfanos y heridos que vagaban sin rumbo en busca de alguien que se compadeciese, alguien que les diera al menos un trozo de pan o las sobras de la comida. Pero el problema se estaba solucionando solo, el invierno no tenía piedad y cada semana se encontraban cientos de cadáveres, acurrucados unos contra otros o solos en mitad de un callejón, todos habían muerto de la misma forma, con el hielo acuchillando su piel y el cuerpo rígido y frío como un tempano.
La figura se levantó y comenzó a caminar, la experiencia le había demostrado que si se quedaba quieto solo le quedaba esperar el frío abrazo de la muerte. Caminaba sin rumbo, dando tumbos y manteniéndose a pie a duras penas. Había gastado sus últimas monedas en un vino turbio que solo sirvió para calentarle el alma y alejar los fantasmas del pasado.
Camino sin rumbo durante varias horas hasta que se despejó un poco la mente, pero el cansancio y la falta de comida comenzaron a hacer mella y se vio obligado a sentarse. En la plaza aún se apreciaban los estragos de la guerra, era una población fronteriza y los combates habían sido continuos. Se veían impacto de bala en las paredes y tablas, los bancos presentaban un aspecto lamentable, con una capa de hollín proveniente de las fábricas de las afueras. Se sentó en un banco acompañado del crujir de tablas, su mente comenzaba a volver a la normalidad y mientras contemplaba ensimismado la casa de enfrente se dio cuenta de que no todos habían sufrido en la guerra. Para algunos había sido un negocio, un negocio muy lucrativo que les había convertido en hombres ricos.
Ese era el caso del dueño de la casa de enfrente, el dueño de la fábrica de armas. Desde su ruinoso banco el mendigo oía las risas que se escapaban por las rendijas de la puerta, podía ver el humo que vomitaba la chimenea y desde la ventana veía como danzaban tambaleantes y de forma grotesca dos figuras que por su aspecto ni si quiera sabrían lo que es estar un día sin comer.
La furia comenzó a llenar su cuerpo, como un torrente de agua lo inundo todo. Por fin entró en calor y con las manos temblando, aunque ahora fuera de odio y no de frío, palpo sus bolsillos. Allí estaba su pistola del ejercito, el único recuerdo que le había dejado la guerra, su única posesión y la solución velada a sus problemas.
Se levanto y a la carrera se lanzo contra la puerta de la casa, reventandola y sacándola de sus goznes.
Como si de una película se tratara el silencio inundo la sala, cinco figuras se dieron la vuelta asustadas y se quedaron contemplando la figura que vestida con harapos y una pistola en la mano les apuntaba y les sonreía de forma maniática.
La música volvió a sonar, con una melodía alegre y cálida, llenando la estancia de notas y creando un ambiente surrealista. EL mendigo apunto lentamente, uno , dos , tres , un grito de horror interrumpió la cadencia de disparos, pero fue rápidamente silenciado, cuatro , cinco. La música seguía sonando mientras los ecos de los disparos se perdían en la distancia. Se sentó en una butaca situada a la cabeza de la mesa, y mientras cogía una botella de la mesa disparo al tocadiscos. Se hizo el silencio, solo interrumpido por el sonido del alcohol al pasar de la botella al estómago Así pasaron veinte minutos hasta que el sonido de botas y hombres amartillando sus armas lleno la noche. Lentamente el mendigo recogió su arma, la miró de forma despectiva y se la metió en la boca. Seis, el último tiro adquirió un extraño eco y como si de un grito se tratase se alejo helando los corazones de todos los habitantes, sin hacer excepciones.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Habitación 014

El despertador sonó, rompiendo el silencio de la mañana con su agudo grito. Me desperté, seguía cansado, una noche como todas, llena de pesadillas, gritos, sudor frío y pánico. Despacio me incorpore sobre la cama, los huesos me dolían, mi cuerpo no parecía estar dispuesto a levantarse. Parecía que era totalmente ajeno a los deseos de mi mente, totalmente ajeno a las sombras que vagaban en mi cerebro. Esperando a que bajara la guardia.
Me dirigí al baño, la sangre no me extraño, no era la primera vez que me levantaba sonámbulo e intentaba acabar con el sufrimiento de una vez por todas. Lo que si estimulaba mi curiosidad era el método. Mi pequeño refugio era totalmente seguro, no había cristales, no había nada afilado, la mayoría de las cosas eran de plástico, las sábanas ni si quiera servían para ahorcarse, lo puedo asegurar, aún recuerdo la dolorosa caída que sufrí cuando se rompieron la última vez. Me lavé como puede, sin mucho entusiasmo y las limitaciones de un cuerpo que se negaba a responder.
Tenía hambre, me acerque a la mesa, y como todas las mañanas encontré una pequeña bandeja, con un tenedor de plástico y un desayuno ya cortado y listo para comer. Ahorrando de esa forma la necesidad de un cuchillo. Comí sin inmutarme, acostumbrado como estaba a esta rutina.
La mañana paso sin pena ni gloria, me senté frente a la ventana e intente mantener alejados los demonios de los recuerdos, me refugie en mi mundo, mi pequeño mundo donde todo seguía siendo perfecto.
Casi sin darme cuenta paso todo el día, no había comido o por lo menos no lo recordaba, pero en mi mano tenía una bandeja vacía y no tenía hambre, seguramente el hombre de blanco había vuelto. Me encamine a la cama, estaba terriblemente cansado ya no podía posponer durante más tiempo mi encuentro con el pasado, aunque como siempre lo había relegado a la noche, a ese momento horrible que a pesar de todo convertía en un recuerdo o un mero sueño que olvidar, minimizando sus efectos.
Mañana sería otro día, aunque no sería distinto en absoluto.